Rubén Ezker, pan con historia en Burgui
"Aquí en 90 años no ha cambiado más que el panadero”, resume la tercera generación de un modo de hacer pan que solo se entiende por el amor al oficio. Leña, materia prima y paciencia.
- Pilar Fernández Larrea
"Aquí no ha cambiado más que el panadero”. Le basta una frase a Rubén Ezker, 38años, para explicar que en su casa de Burgui el pan se elabora como hace 90 años largos, cuando su abuelo Alejandro se inició en el oficio. Le tomó el relevo Alejandro hijo y ahora el nieto es la tercera generación de una profesión que camina entre la gastronomía y la artesanía. Leña, materia prima y paciencia.
Tiene mérito su decisión. “Tiene trabajo, mérito poco”, ataja con media sonrisa Rubén Ezker Sanz mientras atiende a los clientes en el curioso mostrador que es al tiempo un balcón al obrador de la panadería, donde amasan y hornean, al otro lado del puente sobre el río Esca. Tienta quedarse con las nariz pegada al cristal y emprender un viaje en el tiempo, acunado en olores de otra época. Es aquello como un museo del pan.
Rubén se resta mérito, pero resulta baldío negar que sostiene un oficio. La suya es la única panadería del valle de Roncal y harían falta pocas tachuelas si colocáramos una en cada lugar del mapa de Navarra con panadería de horno de leña, donde la masa fermenta horas y días, sin prisa. “Antes había hornos municipales, las mujeres amasaban el pan en casa, cada una el suyo. Mi abuelo empezó aquí en 1932, luego siguió mi padre. Él ya se ha jubilado y decidí seguir, después de trabajar diez años en Pamplona tras estudiar un grado superior de Mecánica”. La ciudad no era para él, subraya Rubén. Miraba de reojo al viernes para volver al pueblo. “Siempre me ha gustado esto, aquí están la familia, los amigos, la caza, el monte, aunque es verdad que este oficio no te permite salir de cena el fin de semana, siempre hay que madrugar”, desgrana las rutinas del panadero. Se levanta sobre las cuatro de la mañana y en verano una hora antes. “Pero va lento, igual hasta las diez no he acabado, lo que a otro le cuesta tres horas, a mí cinco”, describe los tiempos. El obrador es algo así como la maquinaria de un reloj donde muchos factores influyen: la temperatura, la humedad. “Se nota todo, con estos fríos hay que hidratar más la masa..., pero aquí no echamos nada y no hay dos barras iguales”, coge varias de la mesa, junto a la leña que lleva cada mañana.
En Burgui, de lunes a viernes, no duermen más de 130 personas. Suma clientes de otros pueblos del valle y mucha gente de paso, montañeros y turistas. Hay para quien detenerse a comprar una hogaza, una taja, una torta de aceite o de txantxigorri, unas magdalenas, es una especie de liturgia que cuida el alma, una medicina que siluetea una sonrisa en el rostro de los que salen con el pan bajo el brazo. O en el día de las almadías, cuando la cola envuelve la casa.
Y llevan pan a El Ferial en la campaña de esquí, a la venta Juan Pito y para las migas que compran también restaurantes de Pamplona.
Poder vivir en el pueblo, el trato con la gente y continuar con la tradición familiar son razones de peso en la centenaria balanza que todavía utiliza, frente a los horarios y los festivos en negro. “Trato de darle la vuelta, en invierno hago descanso semanal y tengo mis días de vacaciones”. No todo es trabajar.
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