"Los homenajes a los presos de ETA pueden hacer creer a los jóvenes que actuaron bien"
Joseba Eceolaza comenzó su intervención en el colegio Jesuitas practicando un ejercicio de empatía
- Sonsoles Echavarren
Joseba Eceolaza comenzó su intervención en el colegio Jesuitas practicando un ejercicio de empatía. “Imaginaos -alentó a los alumnos de 2º de Bachillerato (17-18 años)- que existe un grupo terrorista que mata a todos los morenos, no a los rubios ni a los castaños. Y que mata a dos para que todos los demás tengan miedo”. Las caras de los sesenta chicos y chicas le escudriñaban intentando imaginar que esa ficción se tornaba en realidad. “¿Los visualizáis? Pues eso es lo que ocurrió durante más de cuarenta años con ETA y las 850 personas que asesinó”.
Eceolaza se autodefinió como militante de izquierdas y recordó que hace veinte años entre los simpatizantes de esa ideología barajaban unos “valores intermitentes”. “Éramos muy solidarios con Cuba, Palestina, los saharauis... Pero no nos dábamos cuenta de que en los plenos a los que asistíamos como concejales había ediles de UPN y del PSN que estaban amenazados por ETA. Yo iba ahí, les hablaba de los atascos y me iba a casa tranquilo. Mientras ellos, muertos de miedo, miraban debajo del coche por si les habían puesto una bomba”.
En aquellos años, continuó su relato, a Eceolaza le faltó “dar un paso más”. “Acercarme a las víctimas y decirles: estoy con vosotros. Y es algo que arrastraré siempre: no haber tenido la altura moral de hacerlo”. Aunque, recalcó, aquella era una tendencia natural en la sociedad. En aquel momento, proyectó en la pantalla una estrofa de la famosa canción de Barricada en la que se recoge este estribillo: “Estás asustado / tu vida va en ellos / pero alguien debe tirar del gatillo”. “Seguro que todos la hemos cantado muchas veces en los bares. Pero la próxima vez que vayáis a hacerlo, acordaos de las víctimas, con sus nombres y apellidos”. Les animó así a recordar a Alfredo Aguirre, alumno de su mismo colegio que murió a consecuencia de la onda expansiva de una bomba en el portal de su casa, en la Bajada de Javier, en el Casco Viejo, cuando solo tenía 14 años. “Si vais a cantar ese estribillo, acordaos de Carmen Belascoáin, la madre de Alfredo, que se ha quedado atascada en ese año, 1984, y no ha vuelto a vivir desde entonces”.
Les invitó también a recordar a Mohamed Ahmed Abderramán, policía nacional que pidió el traslado al País Vasco. Porque el plus de peligrosidad que se cobraba en aquellos años le ayudaría con los tratamientos de una de sus hijas, con discapacidad. Al poco de llegar, siguió el relató, lo ametrallaron en las Ventas de Irún. “Y su mujer, Aisha, que tenía 22 años, tuvo que regresar a Ceuta en un avión Hércules que le puso el ejército con su niña con discapacidad y el féretro de su marido. Así era la sociedad entonces. ¡Qué duro ese silencio de metal”.
El ponente insistió en la inconveniencia de los homenajes a los presos de ETA, los llamados ‘ongi etorris’ (bienvenidas). “Si se les recibe con bengalas en los ayuntamientos de sus pueblos, los jóvenes que no vivieron aquellos años pueden creer que lo que hicieron estuvo bien”. Y animó también a fijarse en las placas que el Ayuntamiento de Pamplona ha colocado en las calles y parques en que fueron asesinadas víctimas de ETA.
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