"Ha empezado la guerra, ¿podéis llevar a la niña a Navarra?"
La invasión rusa de Ucrania comenzó la madrugada del 24 de febrero del año pasado. Desde entonces han muerto más de 240.000 personas, rusos y ucranianos, y el 45% de la población del país invadido se ha visto obligada a huir
- Iván Benítez
Cinco días antes de la invasión rusa en Ucrania, Nadiya Sohor, de 59 años, disfrutaba de la noche pamplonesa con una copa en la mano. “Me siento una mujer afortunada. No me falta de nada. Creo que tengo una vida perfecta”, le confesaba a ritmo de música a una amiga.
Y mientras la noche se dilataba entre sorbos de confesiones en la capital navarra, a 3.000 kilómetros, en Ucrania, una economista especializada en el sector bancario perdía horas de sueño delante de la pantalla de un ordenador. Svitlana (53) gestionaba hipotecas. La compra de vivienda había crecido exponencialmente en el país en los últimos años, principalmente en barrios residenciales de Irpin, Bucha y Vorzel, a las afueras de Kiev. Y, al igual que Nadiya, se sentía plena. Además del reconocimiento profesional, tenía un hijo de 26 años, una nieta de nueve años y una bonita casa de alquiler que estaba a punto de comprar.
Nadiya y Svitlana no se conocían antes de la invasión. Sin embargo, sin saberlo, sus vidas han discurrido paralelas desde antes del amanecer del 25 de marzo. Vidas, aparentemente en direcciones opuestas, que confluyeron en marzo del año pasado en el andén de la solidaridad de Alsasua. Concretamente, en el albergue de refugiados gestionado por Gobierno de Navarra y coordinado por Cruz Roja. Svitlana, nacida al este, en Donetsk, llegó sola a este refugio improvisado. Sencillamente, huía de la muerte. Nadiya, del oeste, Lviv, ayudaba como traductora.
LA ÚLTIMA NAVIDAD EN PAZ
En diciembre de 2021 Nadiya pudo disfrutar de la última Navidad en paz en su país junto a su hermana. Durante esos días se dedicaron a visitar los mercadillos tradicionales de Lviv, disfrutaron de conciertos, de las cafeterías, compraron, rieron, bailaron... Pero, mientras eso sucedía en Ucrania, en Pamplona su hija Elena y Sami (su pareja, un iraní de 39 años) se revolvían inquietos en la cafetería que dirigen en el barrio de la Rochapea. “En Europa se habla de la posibilidad de que Rusia invada el país los próximos días, vuelve cuanto antes...”, le rogaba por teléfono. En cualquier caso, Nadiya trataba de calmarla: “Aquí la gente se divierte”.
Un año después de aquella noche de confesiones, madre e hija comparten recuerdos en la misma cafetería donde trabajan y reciben el abrigo de vecinos, comerciantes, enfermeras, policías municipales, políticos... En este mosaico de sensaciones, sonidos e imágenes de vida y muerte..., Nadiya y Elena rescatan un mensaje. El primero. El que recibieron vía WhatAspp a las cuatro y media de la madrugada el 24 de febrero. “Creo que los rusos nos están bombardeando”, les escribió una amiga desde Kiev. Luego llegaron más. Al leerlo, Nadiya se bloqueó. Entró en estado de shock. “Y me convertí en otra persona”, asiente. “Nunca pensé hasta que punto pondría en juego mi vida por mi país”.
La última vez que se la jugó fue hace menos de un mes, cuando se desplazó hasta el frente de guerra en la región de Donetsk para acompañar a dos voluntarios aragoneses con el objetivo de contactar con Andrii Tkachuk, uno de los mejores ultrafondistas del mundo, e invitarle a participar en la maratón de Zaragoza del próximo 16 de abril y de paso visitar Pamplona. También llevó ropa de abrigo para el deportista y sus compañeros de trinchera. “Hubo momentos complicados, como cuando un misil ruso explotó a unos 500 metros”. En este último viaje a Ucrania, Nadiya admite que se adentró “demasiado lejos”, acercándose incluso a setenta kilómetros de donde nació Svitlana, la economista que conoció en marzo en el albergue de Alsasua.
Viuda, madre de un hijo de 26 años y abuela de una nieta llamada Sofia, Svitlana explica que muchas veces ha querido escribir un diario personal tras el inicio de la guerra. “Para sacar todas las imágenes malas que llevo dentro”. Nadiya traduce sus palabras. Le agarra de la mano. Se miran. En realidad -deja claro Svitlana- la invasión rusa comenzó en junio de 2014. Ella y su familia residían en Donetsk. “¿Sabes?, a Donetsk se la conoce como la ciudad del millón de rosas”, sonríe, como si mentalmente paseara entre sus calles. Una urbe de rosas y también de empresas, donde esta mujer, hoy refugiada en Pamplona, desarrollaba una vida laboral de más de veinte años.
En enero de 2014 nació Sofia y el cinco de junio escucharon las primeras ametralladoras rusas. Al distinguir su proximidad, esta mujer de mirada vibrante comprendió que debían alejarse. Cargaron el coche “con lo imprescindible”, en el techo iba el carrito de la bebé, y buscaron un lugar seguro en Jersón. Así fue su primera huida.
En este contexto, la ambición profesional tiraba de ella más que nunca. Así que no lo dudó. Se despidió de su familia y emprendió viaje hacia una nueva etapa vital, pero siempre en solitario. Y no tardó en convertirse en adalid de la banca privada en Kiev.
En octubre de 2021 se mudó a Vorzel, una reserva natural a las afueras de la capital, “algo así como Gorráiz”, compara Nadiya. “Estaba en la gloria. Lo tenía todo: casa, familia, trabajo...”.
Sin embargo, ese “todo” estalló cuando los paracaidistas rusos aparecieron en un aeropuerto a cinco kilómetros de su casa. Era de madrugada. Svitlana se asomó por la ventana y le pareció distinguir los cazas de combate del mismo ejército. Los estruendos confirmaron lo que ya intuía. “La guerra había comenzado”. A partir de ese momento, se escondió en un sótano donde por suerte había comida y agua de un manantial, dejaron las puertas abiertas para escuchar la cercanía de los bombardeos... y rezó. “No sabía qué hacer, si salir y escapar o permanecer. Mi cabeza rechazaba que estuviera viviendo algo así”.
Al amanecer, “sintiendo la mano de Dios muy encima”, una amiga la llamó por teléfono para que evitase el puente de Irpin, entrada principal a Kiev. Los ejércitos rusos estaban bombardeando a los desplazados durante su huida. Muchos de los cadáveres que cubrían las carreteras pertenecían a jóvenes de Irpin y Bucha, los mismos a quienes Svitlana había tramitado hipotecas.
Dos días después, con el cuerpo aterido por el miedo, se colgó a la espalda una mochila con algunos documentos personales, otra por delante con el ordenador del trabajo, y se dirigió a pie hacia Kiev rodeando la ciudad por un camino secundario. (Nadiya escucha sin poder contener la emoción. Las emociones entrelazan sus manos, como ocurrió aquel mes de marzo en Alsasua).
En esta cafetería de Marcelo Celayeta donde se hilvana la memoria de un año de guerra entran nuevos clientes y preguntan por las últimas noticias. “¿La situación en Ucrania?”. Nadiya no sabe si reír o seguir llorando. Hasta este mes de febrero y desde que Vladimir Putin ordenara la ofensiva rusa a la que denominó una “operación militar especial”, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) calcula que más de 18,3 millones de personas han huido de Ucrania. “El éxodo más rápido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial”, considera. Es decir, el 45% de una población estimada en 41 millones (2021) ha abandonado el territorio y 300.000 personas, rusas y ucranianas, han muerto (más de 30.000 son civiles). Según denuncia la Ong Save the Children : “Los niños ucranianos han permanecido una media de 920 horas en búnkeres en el último año”.
DESPIERTA, LA GUERRA ESTÁ AQUÍ
Aquella madrugada del 24 de febrero, las tropas rusas avanzaron desde el norte, este y sur sobre las principales ciudades. En este escenario, en una pequeña aldea del norte de Chernígov, en Khotivya, dormía una niña de 14 años llamada Vika, Viktoriia Atroshenko. “¡Despierta, ya está aquí la guerra!”, gritó su abuela. Localizada en la misma confluencia de Bielorrusia y Rusia, con una población de unos 300 habitantes dedicados principalmente al campo, la aldea de Vika se convirtió en la primera en sentir la llegada de los blindados rusos por la zona norte.
Sin un refugio donde esconderse, Vika y sus abuelos decidieron quedarse en casa. Sin salir a la calle, solo al huerto, así permanecieron del 25 de febrero al 10 de abril, pendientes en todo momento del sonido de la muerte, a veces lejano y otras tan próximo. Sin nada que hacer durante días, la adolescente, huérfana y sin hermanos, disimuló su miedo. La pantalla del móvil se convirtió en su única ventana al mundo cuando conseguía conexión. En ocasiones, si los aviones de combate rusos no descargaban lenguas de fuego, se pegaba a la ventana y distinguía el juego de los niños más pequeños. En el pueblo se perdía la cobertura fácilmente y eran sus tíos, desde el refugio en el que se escondieron en Chernígov, los que mantenían el contacto con la familia de acogida de Vika en Cáseda. Desde la distancia, pendientes en todo momento de las últimas noticias y del móvil, Rosa Germain Vivó y Javier Remón Oroz organizaban lo que llamaron “operación Vika”, que consistía sencillamente en tenerlo todo preparado para viajar a Polonia cuando llegase el momento y recoger a su hija de acogida. Esperaron hasta que la señal de aviso entró al móvil de Rosa un 8 de abril. Los soldados rusos se habían replegado, dejando la zona libre pero sembrada de minas y con el 80% de la ciudad arrasada. Cuando por fin pudieron abandonar los refugios y tras comprobar el nivel de destrucción, la tía de Vika escribió a Navarra: “¿Podéis sacar a la niña de aquí?”.
UN POLICÍA LOCAL DE PAMPLONA
Cuatro horas después del inicio de la invasión, más o menos a las ocho de la mañana, el gobierno ucraniano confirmó la agresión rusa. “A partir de esa hora comprendí lo que significaba encontrarse en estado de shock”, sigue el relato Nadiya.
“Y al día siguiente, viernes, mi cabeza se transformó en un ordenador que decía que había que ayudar a sacar gente de Ucrania. También quería recoger ayuda y mandarla. Pero, claro, la duda era dónde mandar la mercancía y cómo hacerlo”. Nadiya consiguió el teléfono de un militar ucraniano que a su vez le facilitó el teléfono de una mujer, Irina, quien lideraba una organización de mujeres.
El 1 de abril dos ambulancias donadas por el Colegio de Enfermeras de Navarra y empleados de CaixaBank partían de Pamplona hacia la guerra cargadas con material y conducidas por cuatro policías municipales y tres enfermeras. “Y pensar que en verano estábamos de vacaciones en Ucrania y ahora de misión humanitaria”, asentía la enfermera ucraniana Olena Skorobogatko junto a su marido Román. En las ambulancias transportaban camillas, resucitadores, botiquines, mascarillas para intubación traqueal, sistemas de vacío para curar heridas... “¿Qué se siente antes de partir? Por un lado adrenalina y, por otro, ganas de ayudar”, describía el policía municipal José Javier Huarte. “Y también mucha satisfacción”, añadían las enfermeras Loli Aparicio y Leticia San Martín.
EL GENERADOR DE MIGUEL ÁNGEL
Un año después, la mecha de la solidaridad navarra prendió por iniciativa de la comunidad ucraniana, encargándose de que esta nueva guerra del siglo XXI no caiga en el limbo de los conflictos. Uno de estos eslabones solidarios es Miguel Ángel Gil, 75 años , cliente habitual de la cafetería. Al entrar al local, Nadiya lo abraza. Sami, marido de Elena, le sirve un café con leche, y se sienta a su lado tirando del hilo de las emociones de la mañana del 25 de febrero de 2022. “Nos llamó mi cuñado y nos soltó: ‘Nos están bombardeando. Ha comenzado la guerra. Os mando a Navarra a mi mujer y a mi hija. Cuidadlas, por favor... Pero, ¿cómo no voy a cuidar a mi hermana y a mi sobrina?”. Los ojos color miel de Elena se humedecen por momentos porque su hermana y sobrina no lograron abandonar el país hasta el 3 de marzo. “Los primeros días se formaron colas de hasta 30 kilómetros desde la frontera de Medyka, en Polonia”. Como ellas, otros dos millones de personas trataban de escapar en coches y trenes.
Aquellos primeros días impactaron emocionalmente a Miguel Ángel, quien no dudó en donar un generador que ahora ilumina algo más que un hogar en Lviv. “Vi en la prensa que estaban mandando generadores y como tenía uno en casa que ya no utilizaba…”. Miguel Ángel se refiere a una turbina que le costó 600 euros y que durante años le ha servido para bombear agua de un pozo. Precisamente, el día anterior que este vecino de la Rochapea se lo comentó a Nadiya mientras compraba el pan, ella recibía un mensaje desde Lviv solicitando urgentemente generadores. Lo empaquetaron rápidamente y lo enviaron a través de una empresa de paquetería ucraniana que sale de Pamplona semanalmente. Hoy el generador de Miguel Ángel no solo alumbra desde hace un mes el hogar de un matrimonio con dos hijos de cinco y dos años que vivían hasta ese momento sin calefacción ni luz. “Como es la única casa con luz en la calle han aprovechado para montar una pequeña guardería en el barrio”, anota Nadiya. Allí un generador puede costar unos 800 euros y el sueldo medio no supera los cien.
Un grupo de clientas habituales toma asiento junto al ventanal de este local. “Venimos todos los días, todos, y dejamos nuestra propina para Ucrania”, dicen, con gesto tímido. Alrededor de unas mesas colmadas de conversaciones cruzadas, reconocen que lo que más les ha impactado este año de la guerra es “ver a tantas mujeres solas caminando con sus hijos”. Tienen entre 70 y 87 años, aquí se ponen al día y de paso comprueban el ánimo de sus propietarias. “A veces se les nota que están preocupadas”, indican. “Eso sí, siempre dejamos las propinas para Ucrania, pero ya no suena la campana”, ríen al unísono Carmen Barandiarán Iturbide, Dolores Sánchez Ruiz, Mª Carmen Ramírez López, Mª Pilar Angós Tomás, Mª Luisa Benito Fernández, Ana Benítez y Hortensia Andrés Velaz.
LOS NIÑOS YA NO LLORAN
Svitlana subió a uno de los trenes con destino a Lviv que evacuaron y salvaron a millones de refugiados durante las primeras horas. Solo llevaba encima el pasaporte y el móvil. Hasta la estación, se desplazó a pie, siempre vigilante. En un momento dado, un coche con varios hombres dentro y de apariencia rusa, se detuvo a su altura. Svitlana pensó que era su final. Al verla temblando, la tranquilizaron. Solo eran voluntarios de Tayikistan que se dirigían a Kiev para defender la ciudad.
Una vez dentro del vagón, después de horas de espera a cinco bajo cero y rodeada de nieve, comenzó a ser consciente del terror. “Hasta los niños dejaron de llorar. Dentro del tren solo había silencio y oscuridad. Teníamos que apagar los móviles...”.
El 28 de febrero los soldados rusos arrasaron su pueblo y los municipios de alrededor. “Mataron a todos los que decidieron quedarse”. Ella logró salir por el puesto de Medyka y entrar en Polonia. Allí se quedó unos días en casa de una amiga. “Llegué a creer que todo era una pesadilla y que en cualquier momento iba a volver a la normalidad”, insiste en este punto. “Pero me di cuenta de que había que seguir viviendo. Tenía que construir una vida nueva. Y me quedé con el calor humano que iba encontrando por el camino”. Svitlana llegó a Navarra porque años antes una compatriota de su pueblo viajó a Pamplona y trabajó como voluntaria en la Cruz Roja. “Sin la ayuda de Europa y del mundo, Ucrania terminará desapareciendo”, concluye. “Solo queremos una vida digna y en algún momento habrá que decidir si regresar”. Mientras tanto, Svitlana quiere mandar un mensaje: “Hay que seguir viviendo”.
Cinco días antes de la invasión rusa en Ucrania, Nadiya Sohor, de 59 años, disfrutaba de la noche pamplonesa con una copa en la mano. “Me siento una mujer afortunada. No me falta de nada. Creo que tengo una vida perfecta”, le confesaba a ritmo de mús
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