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Crónica

De Lerín al corazón de África para llevar agua limpia

La aldea de Kawewol, en Guinea Conakri, bebe agua que no está contaminada de una potabilizadora fabricada en Navarra

Un momento de la llegada del 'todoterreno' a su destino, a Kawewol. Sus habitantes se acercaron a descargar y a llevar todo a la aldea. Cedida

Salí el 1 de julio de Lerín, un pueblo de Navarra, a unos 60 kilómetros de Pamplona. Carlos Yerro Larrauri me subió a su ‘todoterreno’ totalmente desmontada por piezas para poder aprovechar al máximo el espacio, donde puedo asegurar que no cabía ya ni un alfiler, de tan lleno que iba de ropas y material diverso. Podía ver, incluso, varias cajas de las buenísimas Pastas Marisol, de Lerín, que nos había dado su dueño, Carlos Martínez. Estoy segura de que, de ser humana, hubiera podido alimentarme con el olor que desprendían las magdalenas y barquillos.


Después de nueve días de duro viaje llegué a mi destino, en el centro de África, en un poblado llamado Kawewol, cerca de la ciudad de Pita y de las cataratas de Kinkon, donde nace el río Níger, en Guinea Conakri. Me instalaron encinco días. Y desde entonces funciono como ser autónomo. Me satisface mucho el trabajo que hago, que no es otro que ofrecer agua potable a los habitantes de este pueblo. No es que no dispongan de este nuevo oro blanco de nuestras civilizaciones. Tienen agua, sí, y mucha. El problema es que les llega contaminada y, si bien una parte de la población está ya inmunizada, su bebida puede provocar, y de hecho provoca, estragos en la población infantil que carece de defensas. Sé, me lo han dicho, y me lo han dicho porque lo han visto, que los niños mueren por beber agua contaminada. Por eso yo soy feliz con mi trabajo. Ahora se acercan los habitantes de Kawewol a llenar sus cubos del agua que les limpio. Sé, amigo lector, que ya habrá adivinado qué soy, que no digo quién soy por no atribuirme facultades humanas. Exacto. Soy una potabilizadora. Limpio el agua para uso doméstico y utilizo energías renovables para mi funcionamiento para lo que necesito tres paneles solares. Y esta es mi historia.


Aunque el viaje se inició en Lerín, tengo que decir que yo nací en un lugar llamado Imárcoain, muy cerca de Pamplona. Allí hay un centro de formación profesional que es referencia en energías renovables. Se llama Cenifer (Centro de Referencia Nacional en Energías Renovables y Eficiencia Energética). Es tan importante que acumula diferentes premios de instituciones educativas. Sus alumnos aprenden a fabricar y a montar todo lo necesario para instalaciones que producen energía a partir de fuentes limpias o renovables. Por eso, el viaje apretujada lo compartía también con unas placas solares que tenían que instalarse conmigo para dar darme la energía suficiente para funcionar. Así puedo fabricar ozono que en contacto con el agua la descontamina.

 


Pues bien. Un grupo de estos alumnos de Cenifer me fabricó. Me construyeron en una semana, porque, además de ser listos y trabajadores, cuentan con muy buenos profesores y tienen ya experiencia en esto de las potabilizadoras. Te puedo decir, amigo lector, que yo hago la número 20. Tengo 19 hermanas mayores. Todas ellas han salido de este centro y todas han tenido un destino solidario porque se han instalado en lugares donde la contaminación del agua suponía un problema que, ya lo sé, en nuestro mundo es difícil imaginar. La primera fue a Benin, en África, en 2009. Las demás están repartidas entre Haití, Camerún, Etiopía, Sierra Leona, Mauritania... Antes de que yo llegara a este mundo, ocho ‘hermanas’ viajaron juntas rumbo a Haití. Fue en 2018 y hoy permiten acceder al agua potable a unas 4.000 personas de ocho comunidades de la región montañosa del Grand’Anse en ese país caribeño. Fue un hito importante en mi familia, hasta se publicó su foto en el periódico, porque salieron las ocho a la vez desde Imárcoain donde, como el resto, habían sido fabricadas por los alumnos de Formación Profesional.

 

<div class="tit_blue">La patente</div>

Sé que he dicho que nací donde he dicho. Pero tengo que precisar que, como idea, incluso como proyecto, que también lo fui, existí algo antes en la cabeza de dos personas que me ayudaron a ser quien soy hoy (esta vez me atribuyo facultades humanas, perdón por la osadía). Se trata de Vicente Aldasoro Yarza y Carlos Yerro Larrauri. El primero es ingeniero químico y fue quien diseñó y patentó mi modelo de potabilizadora. El segundo es quien las monta pieza a pieza. Los dos son profesores de Cenifer. Les servimos para que los alumnos hagan prácticas y para luego ubicarnos donde les piden las diferentes ong. En mi caso, viajé sola, sin ninguna otra hermana potabilizadora como yo. Hice el trayecto con Carlos Yerro y con su amigo y vecino de Lerín Javier Gorricho Borja, que le acompañó y con quien se turnaba en la conducción.

Para entender el porqué de este proyecto y de la ‘locura’ en la que se metió Carlos Yerro para llevarme a 3.500 kilómetros en su propio coche tengo que explicarle, amigo lector, algún dato más de él y de su vida.


Este funcionario, de 60 años y profesor desde 2002 de Cenifer, enseña la asignatura de Frío y Calor, todo lo relacionado con la calefacción, climatización y energía solar. Nació el 23 de mayo de 1959 en Lerín y es el mediano de tres hermanos. Es un viajero empedernido y, lo más importante, un hombre bueno. No hay más que ver cómo le quieren sus alumnos, de quienes puede decir, sin titubear, sus nombres y apellidos, qué rama han estudiado, qué deporte practican… Doy fe, que yo lo he visto. Se preocupa por ellos, por si han encontrado trabajo y si no lo han hecho se compromete a buscarles algo… Ya le queda poco entre los alumnos, en diciembre se jubila. Una pena.


Bien, pues Carlos Manuel Yerro ha ido en varias ocasiones a África, en viajes de placer. En el primero de ellos, en el año 2000, su coche tuvo un problema en medio de la selva, se quedó atascado y si no llega a ser por la ayuda del jefe de la aldea de Kawewol, Mamadou Bat, hubiera sido muy complicado salir de allí con el vehículo. Fue ahí cuando y donde empezó el inicio de una relación especial y bonita entre los dos. A ese viaje siguieron otros en los que Yerro iba a visitar la aldea de Kawewol, que de pequeña y olvidada no sale ni en internet. Durante esas estancias pudo ver el problema que tenían con el agua. Asistir a la muerte de un bebé por consumir agua contaminada fue el paso determinante para prometer llevarles una potabilizadora. Le he escuchado decir que adquirió “un compromiso personal” con ese pueblo. Aquí entro yo. Ahora ha cumplido su promesa.


Mi artífice, como puedo llamar a Carlos Yerro, supo entonces cuál iba a ser el destino de la siguiente potabilizadora, es decir, mi destino. Cenifer ponía las instalaciones y los alumnos, la mano de obra. El coste de los materiales y del viaje fue asumido por Sodepaz (Solidaridad para el Desarrollo y la Paz), una ong de Navarra que también participó en el envío de las otras potabilizadoras a Haití. Pero para pagar los 8.000 euros de presupuesto intervinieron también el párroco de Lerín, Andrés Lacarra; el padre de Carlos Manuel, Miguel Yerro Ona, quien, antes de fallecer, recientemente, como conocía el proyecto de su hijo, quiso dejar dinero para ello. Muchos otros gastos corrieron a cargo de mi fabricante.


El 1 de julio amaneció como amanece en julio en Lerín, con calor y sin nubes. Pero era un día especial. Con el ‘todoterreno’ cargado en el interior y en la baca en la parte superior, con las placas solares incluidas, iniciamos viaje hacia Algeciras. Después pasamos en barco a Marruecos. Teníamos que ir ‘dando la paga’ a los aduaneros por donde pasábamos porque el cargamento que llevábamos en el automóvil era tremendo. Pasamos el Sahara Occidental, lo que fue el Sahara español, y llegamos a Mauritania. Menos mal que iba con Carlos Yerro que tiene experiencia en estos viajes, porque cada 30 kilómetros nos paraba un control militar, que también nos protegía de la amenaza terrorista. La llegada a la frontera de Senegal fue más dura, pero finalmente la pasamos. Viajamos hasta Dakar, que está a 1.000 kilómetros de nuestro destino, donde teníamos que recoger a parte de la familia del jefe de la aldea.


Cuando llegamos a Guinea Conakri descansamos un día en la ciudad de Pita, donde compramos provisiones para llevar al pueblo. Aunque está cerca de la aldea, a 35 kilómetros, nos costó llegar cuatro horas porque no hay camino. Así que fuimos, como se dice, campo a través. Habíamos ido durmiendo donde podíamos, cuando mis conductores se cansaban. Como para Yerro era terreno conocido íbamos con ventaja.


El 9 de julio llegamos a nuestro destino, a kilómetro y medio de Kawewol, que era hasta donde podíamos llegar con el coche.


El recibimiento fue algo indescriptible. Llegaron, hasta los niños, desde el pueblo con una gran alegría a darnos la bienvenida. Sabían que yo iba dentro y, no es por nada, creo que eso influía en la gran acogida que tuvimos. Las mujeres se pusieron sus mejores ropas, con unas telas vistosas y de colores del arco iris. Y entre todos ayudaron a descargar el coche y trasladar todo, incluida yo, a la aldea.

 


El siguiente paso fue construir una caseta que iba a ser mi casa. Después me montaron pieza a pieza y me instalaron en cinco días. Mido 1,80 de alto y 60 centímetros de ancho. Vamos, que soy una señora potabilizadora.


Empecé a sacar agua potable y fue una verdadera fiesta. Después llegaron los análisis pertinentes. Y ya está. La gente viene con sus bidones para llenarlos con el agua que purifico. En una hora llego a suministrar 300 litros. Ahora tienen que acostumbrarse al sabor, que es algo diferente, lo sé.


No puedo ser modesta. Tengo el honor de ser la primera y única potabilizadora que existe en Kawewol. Vivo desde julio en una aldea de unos 600 habitantes, de casas muy sencillas, chozas, más bien, a más de mil metros de altitud. Aquí la gente vive muchos años, las mujeres llegan a los 90 y 100 años incluso. Dice mi fabricante que es así porque comen todo natural y mucho, como fruta, verduras y arroz. Además, caminan mucho por lo que son muy delgados. Es un pueblo islámico y hablan en un dialecto que se llama ‘polar’, pero también, además de en francés, en ‘fulai’ y ‘golot’. Son pobres y la mayoría emigra a Senegal en busca de una mejora de vida.


A los pocos días, después de comprobar que yo funcionaba muy bien y dar las instrucciones sobre mi mantenimiento, Carlos Yerro y Javier Gorricho nos dejaron. Llegarían a Lerín un mes después de haber partido. Esta vez el coche iba vacío, vacío de equipaje material. Pero lleno de felicidad y satisfacción. Carlos se fue con la seguriodad de que volverá. Cuando le preguntan a Yerro por qué hace esto dice que es porque está enamorado de África. Yo sé que no es solo eso. “Me produce una satisfacción tan intensa que me autoalimento yo mismo”. Se lo he escuchado decir. El resultado es que yo estoy feliz y hago feliz a la gente, a mis nuevos vecinos y a Carlos Yerro. Sé que cosas así le dan la vida y le producen gran satisfacción.


Por eso, según me han dicho, ahora tiene otro proyecto en mente. Al lado de donde vivo, a dos kilómetros de mi nuevo hogar, está construido un edificio que iba a ser una escuela. Digo iba a ser porque no lo es. Lo financió hace cuatro años las Naciones Unidas, pero por falta de dinero lo único que hay ahora es la construcción exterior, sin nada dentro. Ahí está, sin uso. Por eso ahora, Carlos está planeando con Vicente Aldasoro constituir una ong para ayudar a los necesitados de África y, entre otras cosas, poder dotar de material para poder poner en marcha la escuela. Carlos cuenta que quieren ponerlo en funcionamiento, dotarlo de energías renovables, de agua, mesas, sillas, pizarras y poder hacer la casa del profesor. Está pensando en los niños de 4 a 11 años, que están sin escolarizar y que aprenden en casa con lo que les enseñan sus madres, sobre todo, el Corán. Yerro y Aldasoro son de esas personas que los sábados están a las ocho de la mañana en las campas de Ayuda Contenedores en Echavacoiz para ayudar a cargar un contenedor para un lugar donde necesitan todo. Lo hacen a cambio de nada. O de mucho. Ahora, además, tienen este proyecto en la cabeza.


Esta ha sido mi historia, parte de ella. El resto, la de quienes acuden a verme cada día a llenar sus cubos para evitar la enfermedad y la muerte, esa está por contar. Pero, amigo lector, no se quede con pena. Algún día la contaré.

Salí el 1 de julio de Lerín, un pueblo de Navarra, a unos 60 kilómetros de Pamplona. Carlos Yerro Larrauri me subió a su ‘todoterreno’ totalmente desmontada por piezas para poder aprovechar al máximo el espacio, donde puedo asegurar que no cabía

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